El corazón delator – Edgar Allan Poe-

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Hoy traigo un relato de uno de los grandes de la literatura y uno de los escritores que con más buen hacer ha abordado el género de la narrativa breve. Edgar Allan Poe.

Poco se puede decir de Poe que no se haya dicho ya; cambió las normas del género de terror en la literatura, su trabajo en el trasfondo psicológico de los personajes es memorable, y no lo es menos el de los escenarios, en esas casas victorianas que tomaban vida propia y se convertían en el reflejo del alma de sus habitantes.

Él fue el padre del terror psicológico y, un autor de referencia cuyo eco aún resuena en la pluma de muchos escritores actuales.

En este relato, breve, muy breve, se aprecian todas las grandes cualidades de Poe como narrador y por encima de todas, una, su maestría a la hora de abordar algo tan complicado como el tema de la locura, y es que Poe profundiza con matices que van más allá de la mera mirada superficial metiéndose dentro de la cabeza del demente y transmitiendo sus pensamientos de forma que consigamos empatizar y nos volvamos cómplices de su enajenación.

En el relato que hoy veremos, El corazón delator, en unas cuantas líneas, Poe levanta un personaje de forma magistral. Esto se puede observar desde el primer momento, ya que nada más empezar el relato, lo que leemos y oímos es la voz del protagonista en primera persona, en un primer párrafo que rápidamente te introduce en la mente del personaje. Es admirable como un sencillo ja, ja, dos simples palabras, dicen tanto y son tan reveladores del estado mental de una persona. Aunque parezca insignificante, es el cómo está puesto y donde está puesto lo que lo hace tan importante.

Los cuentos de Poe se enmarcan dentro del género de terror, pero no buscan el susto fácil, ni tampoco son relatos que desborden fantasía o  traten sobre monstruos, demonios u criaturas extrañas provenientes de otras dimensiones. Son relatos que hablan de la  psique humana, relatos poseedores de un lenguaje universal y que abordan temas muy cercanos. Historias que no pasan de moda, y que cuando son tratados con la maestría con que lo hace Poe, dejan una profunda marca de la que aun hoy seguimos hablando y estudiando en las facultades y clases de literatura.

Recuerdo que en su momento, cuando estudie narrativa, algo que siempre se recalcaba es la importancia de los detalles. Estos son los que diferencia a un buen escritor de un gran escritor.  Este relato es una buena muestra de ello y pocas lecciones mejores se pueden dar, que las que uno puede sacar al leer este cuento.

La traducción por cierto, es de Julio Cortázar. Gran admirador de Poe y que hizo un excelente trabajo traduciendo parte de su obra.

Disfrutadlo.

 

 

El corazón delator

Edgar Allan Poe

Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen… y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia.

Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre… Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.
Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio… ¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado… con qué previsión… con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría… ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente… muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente… ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches… cada noche, a las doce… pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándolo por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía.

Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché hacia atrás… pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente.

Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando:

-¿Quién está ahí?

Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando… tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte.

Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena… ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: «No es más que el viento en la chimenea… o un grillo que chirrió una sola vez». Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir -aunque no podía verla ni oírla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.

Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna.
Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.

Estaba abierto, abierto de par en par… y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito.

¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado.

Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí… ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez… nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme.

Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas.

Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada que lavar… ninguna mancha… ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo… ¡ja, ja!

Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?

Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar.

Sonreí, pues… ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado a la campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima.

Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con animación. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara… hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos.

Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba… ¿y que podía hacer yo? Era un resonar apagado y presuroso…, un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia… maldije… juré… Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto… más alto… más alto! Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían… y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces… otra vez… escuchen… más fuerte… más fuerte… más fuerte… más fuerte!
-¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí… ahí!¡Donde está latiendo su horrible corazón!

FIN

Los BAFTA coronan a ’12 años de esclavitud’ y a ‘Gravity’

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Los premios anuales del cine británico, los BAFTA, dieron como grandes triunfadoras de la noche a 12 años de esclavitud y a Gravity. La gala que se celebró en el Royal Opera House de Londres tuvo pues, pocas sorpresas, y se repitió el duelo que ya se vio en los Globos de Oro con prácticamente idénticos resultados.

Estas dos películas, que parten como máximas favoritas en la carrera de los Oscar, nos brindaron un nuevo asalto, que acabó más o menos en tablas en lo que se refiere a galardones importantes.

Steve McQueen

Steve McQueen

La odisea espacial de Alfonso Cuarón se llevó seis estatuillas, entre ellas el codiciado BAFTA a la mejor dirección y cinco más, de carácter técnico. Por otro lado, el drama histórico de Steve McQueen, 12 años de esclavitud, consiguió el premio gordo de la noche, al alzarse con el BAFTA a mejor película, pasando por encima de La Gran estafa americana, Capitán Philips, Philomena y su gran rival Gravity. La cinta del director británico, también se llevó otra de las estatuillas más deseadas, el BAFTA a mejor actor, que le fue otorgado a Chiwetel Ejiofor.

Alfonso Cuarón

Alfonso Cuarón

Otra de las triunfadoras de la noche de ayer fue La Gran estafa Americana, que aunque se quedó fuera de los premios importantes, se llevó nada menos que tres estatuillas: la de mejor guion original, mejor maquillaje, y mejor actriz secundaria, que fue a parar a Jennifer Lawrence.

El joven actor Will Poulter, se llevó el BAFTA a la estrella emergente de 2013, y en cuanto a los galardones honoríficos, Helen Mirren y Peter Greenaway fueron los premiados en esta edición, por su larga y exitosa contribución a la difusión del cine británico.

Los BAFTA son la última cita cinematográfica de relevancia antes de los Oscars. Y son una piedra de toque muy importante de cara a lo que pasará el próximo 2 de marzo en el Teatro Kodak de los Ángeles. Donde, si tenemos en cuenta lo que ha sucedido en los festivales anteriores y si se repite el guión, 12 años de esclavitud parte como la gran favorita y Gravity se postula como la única cinta capaz de plantarle cara.

A continuación una lista con todos los premiados.

12 AÑOS DE ESCLAVITUD

  • Mejor pélicula
  • Mejor actor: Chiwetel Ejiofor

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GRAVITY

  • Mejor director: Alfonso Cuarón
  • Mejor película británico
  • Mejor Música original: Steven Price
  • Mejor sonido: Glenn Freemantle, Skip Lievsay, Christopher Benstead, Niv Adiri, Chris Munro
  • Mejor fotografía: Emmanuel Lubezki
  • Mejores efectos especiales: Tim Webber, Chris Lawrence, David Shirk, Neil Corbould, Nikki Penny

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LA GRAN ESTAFA AMERICANA

  • Mejor guión original: Eric Warren Singer, David O. Russell
  • Mejor actriz secundaria: Jennifer Lawrence
  • Mejor maquillaje: Evelyne Noraz, Lori McCoy-Bell, Kathrine Gordon

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BLUE JASMINE

  • Mejor actriz: Cate Blanchett

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PHILOMENA

  • Mejor guión adaptado: Steve Coogan, Jeff Pope

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CAPITÁN PHILLIPS

  • Mejor actor secundario: Barkhad Abdi

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LA GRAN BELLEZA

  • Mejor película de habla no inglesa

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THE ACT OF KILLING

  • Mejor documental

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KELLY + VICTOR

  • Mejor debut de un guionista, director o productor británico: Kieran Evans (Director+guionista)

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EL GRAN GATSBY

  • Mejor diseño de producción: Catherine Martin, Beverley Dunn
  • Mejor vestuario: Catherine Martin

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RUSH

  • Mejor montaje: Dan Hanley, Mike Hill

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FROZEN

  • Mejor película de animación

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ROOM 8

  • Mejor cortometraje británico

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SLEEPING WITH THE FISHES

  • Mejor cortometraje británico animado

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30 años sin Cortázar

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Ayer se cumplieron treinta años de la muerte de Julio Cortázar. En La Noche de Maine queremos rememorar la figura del desgarbado genio argentino, que con sus palabras y su prosa encandiló a todo aquel que se acercó a su obra.

Cuando se nombra a Cortázar, a todo el mundo le viene una palabra a la cabeza, Rayuela, y no es para menos. Es su obra máxima, un trabajo donde se ven reflejadas todas sus virtudas como escritor. La magia de su pluma queda condensada en un libro que desprende originalidad y frescura por los cuatro costados, y que en su momento fue un revolución narrativa. Un libro que sin duda ha dejado una huella imborrable en la historia de la literatura. Pero Cortázar, tenía mas vertientes literarias que la de novelista. Era también un gran escritor de cuentos. En ellos acostumbraba a usar una simbiosis de fantasía y surrrealismo que le funcionaba a las mil maravillas. Una perfecta receta de alquimia, que ha conseguido dotar a sus textos de una voz reconocible, una voz que late con la fuerza de las palabras vivas. Esas que van más allá de la mera marca que deja la tinta sobre el papel para instalarse en los corazones y las mentes de los lectores.

Y por eso, he pensado, que la mejor manera de recordar a Cortázar, es precisamente, posteando uno de sus relatos.

En una difícil elección, me he decantado por uno de sus textos más significativos, La noche boca arriba. Un cuento muy recomendable, donde el escritor argentino va difumando con mucha astucia la frontera que separa sueño y vigila.

Como curiosidad, os dejó también con este bonito homenaje a Julio Cortázar, que el diario El País ha hecho en forma de autobiografía, a partir de entrevistas y textos suyos.

Y eso es todo. Abajo tenéis el relato. Os dejo con él. En muy buena compañia. Que lo disfruteis y tengais una feliz lectura ;).

 
 
 

La noche boca arriba

Julio Cortázar

 
A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado a donde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.

Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.

Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en las piernas. «Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado…»; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.

La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. «Natural», dijo él. «Como que me la ligué encima…» Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.

Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.

Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.

Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. «Huele a guerra», pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.

-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo.

Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.

Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trocito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.

Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. «La calzada», pensó. «Me salí de la calzada.» Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.

Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.

-Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.

Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin… Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.

Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.

Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.

Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada… Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.

Ahora: Zero ¿El relato que inspiró a Death Note?

Para los que no sepan que es Death Note, decir que es un manga creado por Tsugumi Ōba y Takeshi Obata, más tarde convertido en serie de animación.

La serie supuso en su momento todo un boom. Y es aun, a día de hoy, uno de los mangas mejor considerados por crítica y público. 1315953016_78

Mi opinión particular, ya que he visto la serie de animación, no puede ser mejor. Los guiones son magníficos, de los mejores con los que me he topado (y no solo en lo referente al mundo de la animación). Y además poseé un ritmo endiablado que te atrapa desde el minuto uno.

Death Note es una de esas series que brillan con luz propia, que trascienden la pantalla y acaban convirtiéndose en todo un fenómeno de masas. Por méritos propios, la serie consiguió algo bastante difícil y que han logrado contados animes. Acercarse al público más reacio a la animación oriental y hacerlo con éxito.

Pero el tajo del asunto no es lo buena que es Death Note, que lo es, sino una sorpresa inesperada con la que me encontré ayer.

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J.G. Ballard

Estaba yo leyendo una colección de relatos de ciencia ficción de J.G. Ballard. Un tipo no tan famoso como los Asimov, Dick , Clarke o Bradbury, pero que sin duda es unos de los grandes. Y mientras devoraba relato tras relato, a cada cual mejor (recomiendo encarecidamente leer a este hombre) me topé con un texto titulado Ahora: Zero.

A medida que avanzaba en la lectura, mi cara iba cambiando, pasando de la pequeña sorpresa  al estupor total. No diré mucho del relato para no destripar el argumento, pero básicamente mi sorpresa era porque los parecidos con Death Note eran más que evidentes.

Me picó la curiosidad y busqué alguna referencia en la red a esta similitud entre relato y manga. Y encontré más de lo que esperaba. De hecho hay un magnifico post sobre el tema (eso sí en inglés) donde se nombra  un capitulo piloto de Death Note (del que desconocía su existencia), que es aún, si cabe, más similar al relato. Aquí está la página donde se pueden encontrar un par de fragmentos de dicho capítulo comentados por el autor del blog http://www.ballardian.com/now-zero-vs-death-note.

Aquí os dejo el capítulo piloto entero del manga, en castellano.


 
Personalmente, después de leer el relato, si que creo que les sirvió de inspiración, y si fue así, me parece perfecto. Gracias a eso, nos brindaron una serie genial, con voz propia y provista de unos personajes inolvidables.

Como no. Aquí os dejó el relato del escritor británico, para que juzguéis vosotros mismos.

A los seguidores de Death Note posiblemente les arrancará una sonrisa y a los que no sepáis nada de la serie, seguramente os atrapará su originalidad.

Espero que disfrutéis de este magnífico texto de J.G.Ballard, que no roba nada de tiempo y se lee de una sentada.
 
 

AHORA: ZERO
J.G. Ballard
 

 USTED ME PREGUNTABA cómo descubrí este poder absurdo y fantástico. Como
al doctor Fausto, ¿me lo otorgó el mismísimo Diablo a cambio de mi alma? ¿Lo obtuve
acaso por medio de algún extraño objeto talismánico —un ojo de ídolo, una pata de
mono— desenterrado de un viejo baúl o legado por un marinero moribundo? ¿O me lo
habré encontrado mientras investigaba las obscenidades de los Misterios Eleusinos y
de la Misa Negra, percibiendo de pronto todo el horror y magnitud de ese poder entre
nubes de incienso y humo sulfuroso?
Nada de eso. En realidad el poder se me reveló de manera bastante accidental, en
el curso de trivialidades cotidianas: se me apareció disimuladamente en las puntas de
los dedos, como un talento para el bordado. Fue algo tan inesperado, tan gradual, que
tardé en darme cuenta.
Y ahora usted preguntará por qué tengo que contarles todo esto, describir el
increíble y todavía insospechado origen de mi poder, catalogar libremente los nombres
de mis victimas, la fecha y la forma exacta de esas muertes. ¿Estaré tan loco que
busco realmente justicia: el proceso, el birrete negro y el verdugo que me salta a la
espalda, como Quasimodo, y me arranca de la garganta la campanada de la muerte?
No ( ¡ironía perfecta!), la extraña naturaleza de mi poder es tal que puedo difundirlo sin temor a todos aquellos que deseen oírme…Leer más

Premios Goya 2014

Goya 2014

Como cada año, la flor y la nata del panorama cinematográfico español se vistió de gala para celebrar la entrega de sus premios más emblemáticos.

La ceremonia, celebrada en el Hotel Auditorium de Madrid, estuvo envuelta por la polémica ausencia del ministro de «cultura» Jose Ignacio Wert. El hombre, que más que problemas de agenda lo que tenía era pocas ganas de recibir una sonora bronca, no estuvo de cuerpo presente, pero como si lo hubiera estado, ya que se acordaron continuamente de él y le llovieron guantazos de todas direcciones.

Dejando el politiqueo de lado, en el aspecto puramente cinematográfico del asunto, este año la gran triunfadora ha sido Vivir es fácil con los ojos cerrados de David Trueba, que se ha llevado seis estatuillas, entre ellas las dos más importantes. Mejor película  y mejor dirección. En cuanto a cantidad, las Brujas de Zugarramurdi se ha llevado la palma con ocho premios, siete de ellos de calado técnico, más el de mejor actriz secundaria, que ha ido a parar a la veterana interpreteTerele Pávez.

La gran perdedora de este año ha sido La gran familia española, que con 11 nominaciones, partía como gran favorita, y finalmente solo se ha llevado a casa dos bustos de Goya.

A continuación una lista con todos los premiados.
 

VIVIR ES FÁCIL CON LOS OJOS CERRADOS
 
Mejor película

– Mejor dirección: David Trueba

– Mejor actor: Javier Camara

– Mejor guión original: David Trueba

– Mejor actriz revelación: Natalia de Molina

– Mejor música original: Pat Metheny

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LAS BRUJAS DE ZUGARRAMURDI
 
– Mejor actriz de reparto: Terele Pávez

– Mejor dirección de producción: Carlos Bernases

– Mejor montaje: Pablo Blanco

– Mejor dirección artística: Arturo García «Biaffra», José Luis Arrizabalga «Arri»

– Mejor diseño de vestuario: Francisco Delgado López

– Mejor maquillaje y peluqueria: María Dolores Gómez Castro, Javier Hernández Valentín, Pedro Rodríguez «Pedrati», Francisco J. Rodríguez Frías

– Mejor sonido: Charly Schmukler, Nicolás de Poulpiquet, Charly Schmukler

– Mejores efectos especiales: Juan Ramón Molina, Ferrán Piquer

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LA HERIDA
 
– Mejor dirección novel: Fernando Franco

– Mejor actriz: Marian Álvarez
 
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LA GRAN FAMILIA ESPAÑOLA
 
– Mejor actor de reparto: Roberto Álamo

– Mejor canción original: Do You Really Want To Be In Love?
de Josh Rouse.

 
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TODAS LAS MUJERES
 
– Mejor guión adaptado: Alejandro Hernández, Mariano Barroso
 
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STOCKHOLM
 
– Mejor actor revelación: Javier Pereira
 
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CANIBAL
 
– Mejor dirección de fotografía: Pau Esteve Birba
 
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FUTBOLÍN
 
– Mejor pelicula de animación
 
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LAS MAESTRAS DE LA REPÚBLICA
 
– Mejor documental
 
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AZUL Y NO TAN ROSA
 
– Mejor película Iberoamericana
 
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AMOR
 
– Mejor película europea
 
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ABSTENERSE AGENCIAS
 
– Mejor cortometraje
 
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CUERDAS
 
– Mejor cortometraje de animación
 
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MINERITA
 
– Mejor cortometraje documental
 
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